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1 de mayo de 2017

La Tormenta, una historieta sobre y desde la carcel

Como algun@s de ustedes sabrán, llevo algún tiempo preparando una historieta basada en un cuento escrito por Miguel Peralta Betanzos, quien amablemente dió la autorización para la realización de este proyecto desde la carcel de Cuicatlán, en donde el Estado lo tiene secuestrado.

Finalmente se ha completado la misión, he aquí la historieta. Hecha con el único fin de que las ideas no queden en el encierro y que estas injusticias no queden en el olvido. Léanla, clávense en la trama y en los dibujos y compártanla con todo mundo. La pueden ver haciendo click en el link que aparece más abajo...



Acá también les dejo algunas imágenes, para que se queden picad@s.












Para leer la historieta da click aquí:






13 de marzo de 2017

Música de las esferas y Candy Candy



Existía en la Edad Media la idea ampliamente aceptada de que el universo estaba dotado de una sonoridad particular que era el resultado de la armonía conformada por las distintas vibraciones propias de cada cuerpo celeste. Esta idea estaba estrechamente relacionada con la visión pitagórica que consideraba al universo como la manifestación material de un orden matemático perfecto.

Los antiguos padres de la iglesia cristiana, al fundamentar su doctrina en las ideas de los filósofos griegos, retomaron esta idea y la incorporaron a su rito, particularmente en el ámbito de la música. En aquellos días, toda la música occidental tenía su fundamento en los modos griegos y no permitía bajo ningún concepto la disonancia, al punto de prohibir la combinación de determinadas notas, el infame tritono, el acorde del diablo... Esto se debió a que la música como alabanza no podía reflejar ninguna falta de armonía.

Así pues, si nos atenemos a estas ideas, el universo posee un orden matemático ininterrumpido y perfecto, reflejado no solo en la geometría, sino también en el ritmo de las mareas, los movimientos de los astros, las proporciones del cuerpo humano y las notas musicales.

Por supuesto que este no es el único ejemplo de cómo, a lo largo de su historia, la humanidad ha dotado de una dimensión cósmica al sonido. En los inicios del Islam, uno de los compañeros del Profeta Muhammad, Bilal, tuvo la encomienda de congregar a los primeros musulmanes a cumplir uno de los cinco pilares de la nueva religión, la oración. A diferencia de la cristiandad, en el Islam los fieles son llamados al rezo por medio de la voz y no de una campana, dotando de una dimensión humana y orgánica al evento. Bilal fue el primero en llamar a sus pares, elevando la voz e instaurando así una de las instituciones esenciales del Islam, el Adhan. De hecho, la voz Qur’an, que es con la que se denomina al libro sagrado de los musulmanes, significa recitación, lo cual dota al libro de una cualidad mucho más oral que literaria, a pesar de que se ha desarrollado toda una tradición caligráfica y un encumbramiento del libro como objeto. Es decir que el Qur’an ante todo, es un poema que se recita. Ello ha derivado en el perfeccionamiento del arte de recitar el Qur’an de memoria, perfectamente pronunciado y especialmente adornado mediante un cantar estrechamente ligado a la música oriental.

Así pues, recitar cantando es una forma de alabanza.

En Estambul, ombligo del mundo durante siglos, el sultán Mehmet II mandó construir su palacio encima de un acantilado que domina la vista del Estrecho del Bósforo y el mar de Mármara. Desde allí gobernaron los sultanes otomanos y en sus mazmorras y habitaciones mantuvieron cautivos a enemigos y concubinas, respectivamente. También allí, en tal portento de la arquitectura islámica conocida como Topkapi Sarayi, guardaron con mucho celo algunas de las reliquias más valiosas del mundo islámico.

Todavía hoy, el turista contemporáneo puede visitar las habitaciones destinadas a atesorar estos vestigios y admirar maravillas tales como el báculo de Moisés, la espada de Hamza y hasta un pelo de la barba del Profeta. Pero reliquias de semejante magnitud no pueden guardarse únicamente bajo la protección de cimitarras y lanzas, o Kalashnikovs para actualizarnos un poco, Tales tesoros demandan, además, la protección especial que solo los versos coránicos recitados pueden dar. Cuando se recorren las galerías que exhiben las relíquias, uno súbitamente es absorbido por la continuidad de la voz de un hombre que, sin detenerse, recita el Qur’an en su totalidad, día y noche, todos los días, en perfecta concentración. Esta voz se apodera del recinto y lo dota de una atmósfera sagrada que, además de alejar al mal en su más terrible personificación, Shaitán, es testimonio de la presencia eterna del dios de los musulmanes. Esta recitación no debe detenerse, razón por la cual los encargados de salvaguardar los tesoros nacionales turcos, ponen empeño en que esta tradición iniciada por los otomanos no se rompa.

Algo similar ocurre en el cruce de la calle República del Salvador con la avenida José María Pino Suárez, en donde, si se pone la suficiente atención, uno notará que de las entrañas de un puesto callejero surge, sin descanso, sin interrupción, todos los días, durante todo el día, el tema principal, en español, de Candy Candy.


22 de marzo de 2016

شمسُ الهوى


Hace varios siglos un místico sufí oriundo de Murcia y conocido como Ibn Arabí (1165-1240) escribió una serie de versos que, en la presente entrada, se reúnen bajo el título de El Sol del Amor. Ibn Arabí es famoso principalmente por ser el autor de la célebre y ecuménica frase “yo creo en la religión del amor”, que se puede encontrar en el libro El Interprete de los deseos”. No conocía este poema hasta que escuché la versión de la también famosa cantante palestina Rim Banna, misma que también se encuentra en esta entrada. Aquí dejo una traducción que hice al poema directamente del árabe, junto a una muy personal transliteración al español mexicano, en caso de que a alguien le surja el deseo de cantar mientras lee. Eso sí, les advierto que no soy un traductor profesional ni por asomo, solo soy un ciudadano con un poco de tiempo libre que gusta del idioma árabe, Ibn Arabí y las canciones de Rim Banna, así que es posible que esta versión contenga varios errores.  



شمسُ الهوى
Shamsu alhawaa
Sol de amor




 شمسُ الهوى في النفوسِ لاحتْ
Shamsu alhawaa fi nufusi lahat
El sol del amor brilla en las almas

فأشرقتْ عندها القلوبُ
 Fa ashraqat aindaha al qulub
Y refulgen con él los corazones

الحبُّ أشهى إليّ مما
Alhubu ash-ha ilai mima
El amor me deleita

يقوله العارفُ اللبيبُ
Yaquluhu al’arifu alabib
más que los dichos del sabio y el conocedor.

يا حبَّ مولاي لا تولِّ
Ya hubba maulay la tuali
Oh Amor, señor mío. No ordenes sobre mí

عني فالعيشُ لا يطيب
Any falaishu la iattib
Que la vida no sea placentera.

لا أنس يصفو للقلبِ 
La unsun iasfu lilqalbi ilaa
La alegría no será plena en el corazón

 إذا تجلَّى له الحبيبُ 
إلا 
Idaa tayala lahu al habib
A menos que se le revele el ser amado.






23 de febrero de 2016

Nada puede contra la fe de un creyente.

Tengo la sospecha de que si dios padre se apareciera ante algún creyente y confesara “Vengo ante ti porque ya no soporto el yugo de esta farsa. Todo es mentira, lo de la manzana de Adán, lo de las vacas gordas y las vacas flacas, lo de la paloma y la virgen preñada, además te confieso de una vez que ni soy tan todopoderoso ni tan bueno y que de todos ustedes, son las viejas santurronas las que más gordas me caen, a diferencia de las señoritas de colegios católicos, que me gustan mucho”, el buen creyente se haría de la vista gorda, apretaría las manos contra sus oídos y daría media vuelta tratando de convencerse de que no escuchó lo que escuchó. Tal es el poder de la fe.

Por ejemplo, hay un individuo que cree que yo soy un babalao. Yo estoy seguro de que no lo soy, pero allá afuera hay un taxista, para ser más precisos, que insiste en que sí.
Me explico. Subo a un taxi acompañado de un viejo amigo, un reputado anestesista con quien me encuentro a la salida del Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición. Mientras el vehículo avanza los primeros metros, el taxista mira por el retrovisor el gorro turco que llevo puesto, recuerdo de Estambul que compré en el Gran Bazar.

—Palo mayombe… — Susurra tímidamente el conductor.
—No, es un gorro turco —replico inmediatamente, tratando de eliminar sospechas.
— ¿Qué es palo mayombe?— pregunta mi acompañante.
—Una religión afrocaribeña— respondo con ciertas reservas dado mi desconocimiento sobre el tema.
—No es africana. África está más lejos, por Asia. — Aclara el taxista. El doctor y yo nos miramos de reojo ante la contundencia de tal aseveración. En un intento por redirigir la conversación sugiero que el Palo mayombe es una especie de santería.
—No. La Santería es otra. El palo es brujería…

A partir de ahí inicia una breve disertación de la cual no puedo hacer transcripción debido al volumen bajo en que el taxista habla, cauteloso, abundante en vocablos africanos.

—Usted es babalao. — Afirma el chofer, tajante.

—El gorro es turco. — Insisto, intentando dar por concluido el asunto. El conductor sonríe y asiente. Ambos pasajeros asentimos también y, luego de un breve silencio, comenzamos a ponernos al día en nuestros asuntos, hablando sobre las recientes noticias, la violencia, el narco, la corrupción, y de ahí a los libros, las películas que hemos visto últimamente, etcétera, ante el oído atento del conductor, que con muecas y gestos silenciosos parece aprobar mis opiniones sobre cualquier tema y desaprobar las del doctor y que no deja de lanzarme miradas de reojo.

Aquí quiero hacer una pequeña acotación: El taxista no lleva nada que lo identifique como seguidor de algún culto en particular. Nada en su vestimenta ni en los accesorios del automóvil delatan su interés en los cultos de origen africano y su manera de hablar, cautelosa, rápida, deja ver un posible secretismo, quizá una búsqueda de complicidad.

Y al final no importa que Africa esté en Asia, que yo sea o no un babalao o que siquiera sepamos que es tal cosa. Lo que importa es la fuerza con que uno lo cree. Al llegar a nuestro destino, el taxista se estaciona y desciende con presteza de la unidad para abrirme la puerta en un gesto de extraña cortesía. —Gracias —Respondo a su gesto. El hombre replica con una reverencia. Un poco desconcertado vuelvo a agradecer. Otra reverencia; el conductor se inclina con las manos en una posición parecida al namasté hindú. Atónito, repito torpemente “gracias”. Otra reverencia. Doy media vuelta y me dirijo con paso veloz a la recepción del edificio de departamentos donde vive el doctor, quien paga el servicio. A lo lejos escucho la voz del taxista amonestándolo seriamente: “Cuídelo bien, porque es un babalao.”


31 de enero de 2016

Wunderkammer

La gente normal no anda en metro. Yo lo sé bien porque al igual que todos ustedes he viajado en él y lo he visto. Cualquier persona con la que uno se encuentra en sus vagones o andenes tiene, cuando menos, algún tipo de deformidad o anomalía, bien sea evidente o inconfesada. No quiero presumir pero yo, por ejemplo, aun poseo un par de dientes de leche y tengo un vientre con vocación de trombón. Otra anomalía mía, ésta más bien de orden mental, es que cada vez que inicio una conversación o escribo un texto sobre cualquier tema, irremediablemente acabo hablando de mí mismo. Con suerte estas líneas se salven por un pelo.

En fin, sucedió que el día de hoy se subió un hombre al vagón en que yo viajaba. Su rostro, que se deformaba a partir de la nariz hacia el lado derecho, presentaba un notorio abultamiento que nacía de su boca, rellenaba sus mejillas y generaba una tensión sobre el resto de la piel de la cara. No era que algún tipo de tumor o carnación desordenada trastornara la faz del sujeto. La deformidad se debía mucho menos a algún traumatismo o quemadura. Era más bien algo que crecía desde dentro de su boca, que la había abultado tanto que había perdido su aspecto natural. El hombre se sentó frente a mí y exhaló por entre los labios que apenas alcanzaba a cerrar. El olor de su aliento confirmó mis sospechas. Aquel abultamiento se debía a una acumulación desmedida de sarro hediondo.

Está claro que solo una persona con una condición mental patológica en una situación de abandono podría dejar crecer semejante protuberancia alrededor de sus dientes, así que no hablaré más del hombre en cuestión, de su aspecto famélico, del reloj Casio descompuesto que portaba en la muñeca izquierda, de las costras de mugre en su cuello, de las cicatrices… 
Lo importante aquí es el sentido del olfato.

El olfato es un sentido especialmente potente. Nuestra cultura lo mantiene marginado ante la primacía de la vista y el oído. Se ocultan los olores naturales del cuerpo a toda costa porque calan en una parte de nuestro cerebro y despiertan nuestra animalidad más cruda. También los olores son capaces de desenterrar los recuerdos más profundos de la misma manera que un buen bibliotecario sería capaz de encontrar el ejemplar más raro del catálogo con tan solo una pista vaga. Y en efecto, bastó un microsegundo de olfato para que mi cerebro emitiera su diagnóstico. Solo una acumulación de meses, seguramente años, de sedimentos alimenticios, sangre y fluidos varios formaría semejante corteza, dura como una roca, capaz de deformar un rostro y despedir ese olor tan agrio, penetrante, persistente.

La primera vez que percibí este olor fue hace más de una década. Durante una breve temporada, cuando mi vocación de Pintor se tambaleó y abandoné por algún tiempo mis estudios en la ahora Facultad de Artes y Diseño, trabajé como asistente en el consultorio de un prestigiado dentista del sur de la ciudad. Ahí presencié toda clase de anomalías bucales siempre acompañado, por fortuna, del reputado experto que me empleaba como su limpia saliva mientras me instruía en los porqués y cómos de semejantes bromas que la naturaleza, la precariedad, la ignorancia y la franca pereza, jugaban en las bocas de los pacientes. 

Aunque también la vergüenza tiene su papel en esta tragicomedia. Un día llegó al consultorio una mujer con el mentón y el labio inferior terriblemente abultados, a quien yo mentalmente diagnostiqué un prognatismo severo. Mi pronóstico se puso en entredicho en el mismo instante en que la mujer dijo “hola” y la habitación fue poseída por un aire maligno. Era ese mismo aire maligno que ahora se extendía al interior del vagón, tomándolo por contenedor, adoptando su forma, entrando en nuestros pulmones, adoptando sus formas… Tras abrir la boca, la mujer exhibió un arrecife de coral de las más variadas texturas y tonalidades del negro y el ocre, ocupando casi toda la totalidad de la dentadura inferior. Baste con decir que el crecimiento progresivo de semejante pedrusco se debió a la también progresiva vergüenza. La pobre acabó alejándose de la sociedad ante el mal olor de su incipiente acumulación, hasta que, después de años, creció a tal grado que comer se volvió imposible. 

Del material removido, el dentista conserva un registro fotográfico detallado que no duda en mostrar con orgullo a la menor provocación a sus más íntimos allegados y que forma parte de lo que yo considero la mejor colección de fenómenos odontológicos sin fines académicos. En ella hay modelos dentales de yeso de hileras de dientes que empiezan como una y terminan como tres, registros de mordidas “en x” sobre placas de cera (no pregunte qué significa “en x”, solo imagínelo) radiografías de quistes, de dientes o de dientes enquistados (o ambos), y miles de piezas dentales extraídas y acumuladas en latas de a litro, cuyo propósito y destino ignoro.

Todo esto me hace pensar que quizá sean los médicos o los dentistas, los que posean las colecciones más interesantes; no como las de algunos pintores, músicos y cineastas que suelen recolectar objetos anodinos, como piedras, muestrarios de la Comex, boletos de la Cineteca, bolsitas de té usadas o, peor aún, sin usar.







Danta.
Pastel/Papel
2014





19 de diciembre de 2015

Aurora en la isla de los dragones

Cuando era niño —vaya manera de iniciar un parrafo— quedé tan impresionado al ver Parque Jurásico que dediqué un cuaderno entero a recrear con dibujos acompañados de un breve texto explicativo toda la trama de la película, de tal modo que pudiera poseer aquella fantasía poblada de dinosaurios, ingeniería genética y paleontólogos aventureros de una manera más íntima e intensa. No contento con ello, compré otro cuaderno y escribí en él mi propia segunda parte de la historia.

Parque Jurásico II. Así, con números romanos, se leía el título en la portada escrito con bolígrafo sobre el logotipo de Scribe. En mi versión la protagonista se llamaba Aurora y era costarricense. De hecho, ningún personaje es norteamericano, ya que para mí estaba claro que la isla había sido abandonada por sus antiguos dueños a la buena de Dios, como suelen hacer con el resto de sus desechos en el traspatio que para Estados Unidos representa el resto del continente a partir de su frontera sur. Aurora se veía obligada a rescatar a sus familiares, cuya embarcación había naufragado en una misteriosa isla que los pescadores locales llamaban “Isla de los dragones”. El resto de la trama transcurre entre persecuciones, clichés del cine norteamericano, carnicerías, etc. No recuerdo en que concluye la historia ni qué ocurre con Aurora o su empresa rescatista; tampoco recuerdo cómo era ella físicamente, qué personalidad le conferí ni si reparé en tales detalles.

Varios años después, cuando apareció la segunda parte oficial, pude constatar con cierto orgullo que mi versión no distaba mucho de ella, lo que me ascendía a la categoría de guionista en potencia. Pero a los quince años ya se gestaba en mí el agrio espíritu del escepticismo y acabé por caer en cuenta de que realmente habían sido los guionistas quienes nos habían entregado una historia que podía haber sido predicha por cualquier niño de diez años con ganas de hacerlo. Desde entonces he ido desarrollando una progresiva desconfianza en cualquier producto del cine de entretenimiento norteamericano, misma que ha sido ratificada año con año, película tras película. Por que ¿cómo confiar en esa industria para la que no es suficiente con entregarnos historias cada vez más anodinas, sino que además satura las carteleras con versiones espurias de filmes memorables como Total Recall, Robocop, Mad Max, etc. todas ellas severamente higienizadas y moralmente corregidas, libres de sangre, tabaco y sexo explícito?*

Que no se me malinterprete. No pretendo aquí predicar ninguna clase de odio a las superproducciones hollywoodenses. No es mi deseo que alguno de ustedes abjure de ninguna de sus adoradas franquicias; mucho menos es mi intención que se conviertan a la religión del cine de arte, tan pródiga en paisajes semiáridos y minutos de silencio apenas interrumpidos por el balar de una oveja o el ladrido de un perro. Yo tan solo quería contarles acerca de lo que dibujé y escribí en un par de libretas Scribe que un buen día simplemente decidí tirar a la basura.








*Nota: Tan solo en 2015 se estrenó la quinta entrega de la franquicia Terminator, la séptima de Star Wars, la cuarta de la franquicia de Jurassic Park, la séptima de Fast & furious, la vigésimocuarta de James Bond, la cuarta de The Hunger Games, la quinta de Mission: Impossible, la enésima de la franquicia Avengers, un remake más de la historia de Frankenstein, otro de Mad Max, etc…

14 de diciembre de 2015

Libelo

La verdad es que soy un plagiario.

Cada vez que escribo, pinto o dibujo algo, acabo robando las palabras, los modos, los trazos, las ideas de alguien más. No tengo remedio: cuando hablo lo hago con las palabras de algunos de ustedes, y mi forma de caminar es la de alguien más. De hecho, mientras redacto este texto (o mientras ustedes lo leen, lo mismo da), tengo miedo de que adivinen de quién podrá ser este humor o a quién habré robado este tono confesional… El año pasado, colmo de colmos, tuve el descaro de copiar toda la Bienal Tamayo para volver a mostrarla en la siguiente emisión.

Cuando tuve una banda de rock era lo mismo; todo el tiempo me obligaba y obligaba a mis compañeros a tocar como alguien más: En todo el año con tres meses en que estuvimos en la cúspide de nuestra carrera (tocamos tres veces en el Hard Rock Live y una en el Salón 21, junto a la Maldita Vecindad), ninguno de nuestros fans notó que la melodía de la voz de nuestra canción más lograda era exactamente igual a la de una infame tonada de los Pixies.

Todo mi mundo es la versión deformada de otro mundo, como en el universo paralelo del Superman bizarro. Y sospecho que este impulso por la imitación tiene en mi persona un origen oscuro y profundo que va más allá de la vulgar evasión de las dificultades que conlleva la búsqueda originalidad.

Porque incluso mis sueños no son míos. Sencillamente no pueden serlo. Estoy seguro de que son la copia de los sueños de alguien más. En el sueño más viejo que puedo recordar y que se remonta a mi más tierna infancia, tal vez a los tres o cuatro años de edad, veo claramente a un hombre amarrado a una silla de madera que tiene una perforación en el asiento por la que cuelgan sus testículos. Lo siguiente que recuerdo es a una mujer aplicando finísimos cortes superficiales con una navaja de afeitar sobre el escroto rasurado de aquel sujeto y ahí acaba el recuerdo. ¿Cómo puede soñar algo así un niño que no ha estado sometido jamás a ninguna influencia vivencial o mediática capaz de insertar tales contenidos en su mente? Pero yo sabía desde entonces que el hombre y la mujer jugaban a algo…
Yo casi no sueño, pero cuando lo hago suelo hacerlo con situaciones que poco o nada tienen que ver conmigo como reparaciones complejas de grúas, polipastos y otros artefactos cuya existencia incluso desconozco, conversaciones sobre medicinas para la hipertensión entre personas extrañas y en las que no participo y, claro está, encuentros sexuales de naturaleza variada como el anteriormente descrito; y he sido lo bastante estúpido como para acercarme a esos libros que pretenden explicar el significado de las cosas que soñamos.


Por supuesto que reconozco que todo lo anterior no puede, ni remotamente, ser considerado como evidencia de que mis sueños son copia de los sueños de alguien más y mucho menos que eso sirva como justificación para mis actos de rapiña intelectual y mi naturaleza ladrona, pero algo tendría que alegar en mi defensa. Total, que así somos los plagiarios y los embusteros, siempre obligados a cubrir nuestros engaños con engaños mayores, más complejos e inverosímiles; muy útiles por confusos.