La gente normal no anda en metro. Yo lo sé bien porque al
igual que todos ustedes he viajado en él y lo he visto. Cualquier persona con la que uno se
encuentra en sus vagones o andenes tiene, cuando menos, algún tipo de
deformidad o anomalía, bien sea evidente o inconfesada. No quiero presumir pero yo, por ejemplo, aun
poseo un par de dientes de leche y tengo un vientre con vocación de trombón. Otra
anomalía mía, ésta más bien de orden mental, es que cada vez que inicio una
conversación o escribo un texto sobre cualquier tema, irremediablemente acabo
hablando de mí mismo. Con suerte estas líneas se salven por un pelo.
En fin, sucedió que el día de hoy se subió un hombre al
vagón en que yo viajaba. Su rostro, que se deformaba a partir de la nariz hacia
el lado derecho, presentaba un notorio abultamiento que nacía de su boca,
rellenaba sus mejillas y generaba una tensión sobre el resto de la piel de la
cara. No era que algún tipo de tumor o carnación desordenada trastornara la faz
del sujeto. La deformidad se debía mucho menos a algún traumatismo o quemadura.
Era más bien algo que crecía desde dentro de su boca, que la había abultado
tanto que había perdido su aspecto natural. El hombre se sentó frente a mí y
exhaló por entre los labios que apenas alcanzaba a cerrar. El olor de su
aliento confirmó mis sospechas. Aquel abultamiento se debía a una acumulación desmedida
de sarro hediondo.
Está claro que solo una persona con una condición mental
patológica en una situación de abandono podría dejar crecer semejante protuberancia
alrededor de sus dientes, así que no hablaré más del hombre en cuestión, de su
aspecto famélico, del reloj Casio descompuesto que portaba en la muñeca izquierda, de las
costras de mugre en su cuello, de las cicatrices…
Lo importante aquí es el
sentido del olfato.
El olfato es un sentido especialmente potente. Nuestra
cultura lo mantiene marginado ante la primacía de la vista y el oído. Se
ocultan los olores naturales del cuerpo a toda costa porque calan en una parte
de nuestro cerebro y despiertan nuestra animalidad más cruda. También los
olores son capaces de desenterrar los recuerdos más profundos de la misma
manera que un buen bibliotecario sería capaz de encontrar el ejemplar más raro
del catálogo con tan solo una pista vaga. Y en efecto, bastó un microsegundo de olfato para que mi
cerebro emitiera su diagnóstico. Solo una acumulación de meses, seguramente
años, de sedimentos alimenticios, sangre y fluidos varios formaría semejante
corteza, dura como una roca, capaz de deformar un rostro y despedir ese olor tan
agrio, penetrante, persistente.
La primera vez que percibí este olor fue hace más de una
década. Durante una breve temporada, cuando mi vocación de Pintor se tambaleó y abandoné por algún tiempo mis estudios en
la ahora Facultad de Artes y Diseño, trabajé como asistente en el consultorio
de un prestigiado dentista del sur de la ciudad. Ahí presencié toda clase de
anomalías bucales siempre acompañado, por fortuna, del reputado experto que me
empleaba como su limpia saliva mientras me instruía en los porqués y cómos de semejantes
bromas que la naturaleza, la precariedad, la ignorancia y la franca pereza,
jugaban en las bocas de los pacientes.
Aunque también la vergüenza tiene su
papel en esta tragicomedia. Un día llegó al consultorio una mujer con el mentón
y el labio inferior terriblemente abultados, a quien yo mentalmente diagnostiqué un prognatismo severo. Mi pronóstico se puso en entredicho en el mismo instante en que la mujer dijo “hola” y la habitación fue poseída por un aire maligno. Era ese mismo aire maligno que
ahora se extendía al interior del vagón, tomándolo por contenedor, adoptando su
forma, entrando en nuestros pulmones, adoptando sus formas… Tras abrir la boca,
la mujer exhibió un arrecife de coral de las más variadas texturas y tonalidades
del negro y el ocre, ocupando casi toda la totalidad de la dentadura inferior. Baste
con decir que el crecimiento progresivo de semejante pedrusco se debió a la
también progresiva vergüenza. La pobre acabó alejándose de la sociedad ante el
mal olor de su incipiente acumulación, hasta que, después de años, creció a tal
grado que comer se volvió imposible.
Del material removido, el dentista
conserva un registro fotográfico detallado que no duda en mostrar con orgullo a la menor
provocación a sus más íntimos allegados y que forma parte de lo que yo considero la mejor colección de
fenómenos odontológicos sin fines académicos. En ella hay modelos dentales de
yeso de hileras de dientes que empiezan como una y terminan como tres, registros
de mordidas “en x” sobre placas de cera (no pregunte qué significa “en x”, solo
imagínelo) radiografías de quistes, de dientes o de dientes enquistados (o
ambos), y miles de piezas dentales extraídas y acumuladas en latas de a litro, cuyo
propósito y destino ignoro.
Todo esto me hace pensar que quizá sean los médicos o los
dentistas, los que posean las colecciones más interesantes; no como las de algunos
pintores, músicos y cineastas que suelen recolectar objetos anodinos, como piedras, muestrarios
de la Comex, boletos de la Cineteca, bolsitas de té usadas o, peor aún, sin
usar.
Danta.
Pastel/Papel
2014